Pocas cosas
me hacen sentir miedo en la vida. Como todos, temo a ciertas cosas que no vienen
al caso aquí, pero hoy hablaré de un miedo muy común del venezolano del siglo
XXI.
Me refiero
al miedo a la inseguridad. Al miedo a perder la vida en manos del hampa o que
un familiar muy cercano sea víctima de “los hijos de Chávez”.
Y es que
todos los días oímos, leemos y hasta vemos casos de inseguridad, de robos,
secuestros, extorsión, estafas y atracos, pero no lo lamentamos hasta que
realmente lo padecemos en carne propia.
Les relato
algo que me sucedió en días pasados, que nada más de recordarlo trago grueso.
Me dirigía
en el Metro con mis dos hijas, adolescentes ya y muy conscientes de lo que pasa
en el país, cuando en una estación X se montan 3 individuos (de entre 18 y 22 años) con todo el aspecto
de esas personas a las que esta Robolución Bonita no educó, no alimentó, y no les da empleo decente, y mucho menos castiga con un sistema de justicia adecuado y eficiente.
El guión
que rezaban decía más o menos así:
“Bueno señores, les vamos a hacer corto el
cuento: A mi hermano gemelo me lo mataron anoche en el barrio X, le metieron 7 balazos
y no tenemos ni pa’ la urna. Nosotros somos gente seria, gente decente y no nos
gusta robar, por eso les pedimos la colaboración a todos. TODOS (en un tono
imperativo) deben colaborar con 10, 20, 50 bolos o lo que tengan. Saquen que yo
sé que ustedes tienen. ¿O es que quieren que les quitemos los celulares y las
carteras a la fuerza?”
En vista de
esto, todo el mundo sacó billeticos nuevos, arrugados, doblados y lisitos de
todas las denominaciones y de los bolsillos más inverosímiles posibles. Salvo 3 o 4 personas, entre ellas yo, no dimos nada y
volteamos la cara hacia otro lado.
Los chamos
pasaron, recorrieron el vagón de punta a punta, repitiendo lo mismo y hablando
en un tono amenazante acerca de la ley, los policías, las pistolas, el barrio y
otras cosas típicas de la jerga cerrera.
Mis hijas
pelaron los ojos, se hicieron las locas y me vieron (nunca o casi nunca cargan
dinero), pero no dijeron nada hasta que los hampones se bajaron del tren. Luego
entre nosotros 3 comentamos lo peligroso que resulta ya hasta montarse en el
Metro, y lo necesario que es que ELLAS crezcan en otro país más seguro. El
miedo se reflejó en nuestras caras.
Debo mencionar
que tengo más de 35 años viviendo en Caracas, y nunca había sentido un miedo
tan instintivo, ni un odio tan visceral. Miedo por ellas y por mí. Odio por
esta desgracia que en mala hora nos ha tocado vivir a los venezolanos.
¡Maldita
sea! Pensé… (No quise compartir mis variados pero apremiantes pensamientos con
mis hijas).
Y en tono
de chiste, para que todos los del vagón relajáramos el esfínter dije: Se cagaron,
¿no? Ustedes dijeron: “Hasta aquí llegamos”, ¿verdad?
Y la
respuesta de la gente, entre risitas nerviosas fue: "Chamo, otro ‘quieto’…
¿hasta cuándo?"
Eso mismo
me pregunto yo: ¿Hasta cuándo aguantaremos los que por múltiples motivos
todavía no podemos (pero queremos) irnos del país?
Lo cierto
del caso es que yo trato de no caer en la paranoia colectiva de “me van a matar”,
“me van a atracar”, “no puedo salir”, pero indudablemente que este episodio que
les relaté hizo mella en mí. Si antes no tenía fe en este país, ahora realmente
siento asco por la sociedad venezolana, sobre todo por la clase política que
nos gobierna…
Irse de
Venezuela ya no es un tema de ideología política, de dólares o de moda. Es simple cuestión de vida o muerte.
Es que ya uno no puede ni ir al abasto de la esquina a tomarse un helado, no debería decir esto, pero Venezuelka es el hazmerreír de America Latina y el mundo entero...
ResponderEliminar¡Es así!
EliminarUno sale y no sabe si vuelve...